L.B.


Recuerdo la tarde en que te conocí. Atuendo negro. Mirada roja. Cuasi cuarteada. Entre esdrújula y grave. Como el filo de una navaja que se agiganta en el espejo. Yo llevaba apenas seis meses en la ciudad. El recuerdo del accidente en la piel. Y la sospecha del futuro haciéndome luces en la autopista. Esperabas el tren de las siete. 7 besos. Haz de copas. Reinas prostituyéndose en calles con números. Yo ensartaba mis últimos centavos de dólar para decirle a mamá que llegué bien. Nadie contestó.
La tarde transcurría retrógrada y púrpura. El cielo desvistiéndose en mis hombros te trajo de espaldas hasta mí. Pediste luz. Pediste un riel y una escalera. Y sordos y agraviados encendimos un cigarrillo a la vez.
Mangas cortas. Tus sienes dejaban entrever rebotes bruscos de sangre. Residuos de hierba apelotonándose en las arterias. Obstruyéndole la risa franca al corazón. Perdiendo pulso. Nunca dijimos nada. Parafraseábamos torpes y distraídos destellos de luna sobre el lomo de la tarde. Una tarde de hojalata. Una tarde que hoy ensucia como chocolate. A pesar de ti. A pesar de mí. Como era de no esperarse te abracé los ojos con silencio. Sublime y visceral. Dejé secar mis cartas al sol de tu piel.
Te pareciste un poco a mí. Llevabas las bastas húmedas. Las del corazón. Perdías ritmo con facilidad. Esperando el siguiente tren retomábamos un diálogo escrito con vapor. Con sal de mesa. Yo por ratos veía tu maletín de mano como un souvenir. Infranqueable. Imperturbable. Acariciaste a la niña y te perdiste en mi regazo. Hoy a tu luz. Durmiendo mis botas bajo el árbol de tu ausencia, recuerdo la tarde en que te conocí. Hablaste de aviones y programas de t v obsoletos. Abordaste Abril.

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